Vivió en la Antártida de niña, soñó con ser científica y ahora estudia la contaminación en aguas del sexto continente

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Veinte años después, Micaela Anahí Díaz cuenta a DEF lo que vivió de pequeña junto a su familia en la base antártica Esperanza. Los detalles de una experiencia que fue determinante en su vida. Micaela Díaz es hija de Luis, suboficial del Ejército, y de Liliana, maestra jardinera. A los ocho años, invernó en la base Esperanza junto a sus padres y hermanos Maximiliano (12) y Karen (1). Se trata de la única instalación científica argentina donde viven familias. Fue tan intenso lo vivido durante ese año que, ya a bordo del rompehielos A.R.A. Almirante Irízar, de regreso a sus respectivos hogares, los chicos, relata Micaela, “nos dimos vuelta para mirar la base y nos prometimos que, en algún momento, íbamos a volver”. Esa promesa la acompañó toda la vida. Ya más grande analizó las opciones que le permitirían regresar. “Una era tener mucho dinero como para pagar un viaje de turismo (se ríe). Otra, ser militar, y de hecho entré al Liceo General Roca de Comodoro Rivadavia, pero pronto comprendí que no era para mí. Y, con el paso de los años, me convencí de que el camino era la ciencia”, afirma entrevistada por DEF. Con seguridad, también influyó el vínculo con los investigadores que trabajaron esa campaña en la base. Micaela compartía muchos momentos con ellos y, de algún modo, siente que los científicos le abrieron los ojos a un universo hasta entonces desconocido. “Me acuerdo, por ejemplo, de que estudiaban la alimentación de los pingüinos. Eran muy técnicos y metódicos: anotaban todo en una libreta, describían, dibujaban, sacaban fotos. Tengo muy claro que yo pensaba que quería ver el mundo como ellos lo hacían”, cuenta. En la actualidad, con 28 años y ya con el título de licenciada en Protección y Saneamiento Ambiental por la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco (UNP), fue becada por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica en el Instituto Antártico Argentino y el Instituto de Investigaciones e Ingeniería Ambiental de la Universidad de San Martín (UNSAM) para estudiar la “presencia y distribución de fármacos de la familia de los antiinflamatorios no esteroides en aguas, sedimentos y organismos testigo en las inmediaciones de la base Carlini”, tema del doctorado que comenzó este año y, sueña, quizás la “acerque en algún momento a pisar otra vez el continente blanco”. Una infancia marcada por extraordinarios paisajes blancos

El buque y la imagen de la base Esperanza fueron el primer y último contacto de Micaela con la Antártida. “Después de un largo viaje en el rompehielos, llegamos a destino y comenzó el desembarco de los miembros de la dotación. Estábamos ansiosos, pero, de golpe se desató un temporal bravísimo que nos impidió descender. Estuvimos diez días esperando que escampara, mirando la base desde el Irízar”, recuerda. Sin embargo, nada opacó la primera impresión que lleva, según sus palabras, grabada en el cerebro y el corazón. “Fue extraordinario, el paisaje era totalmente blanco, salvo en algunas pocas zonas rocosas. Y nos sorprendió ver a los pingüinos, algunos de los cuales eran más altos que mi hermana, que tenía un año y medio”, detalla. Con el tiempo, fue descubriendo esa geografía tan especial. “Era imponente ver desde la base, a lo lejos, algunas montañas enormes. Nos encantaba, aunque sabíamos que nunca íbamos a llegar, porque era muy complicado caminar sobre el hielo”, recuerda. Algo que también le llamó la atención fue el vínculo de respeto que tenían las personas con la naturaleza: “Por ejemplo, si pasaba una fila de pingüinos, la gente dejaba de caminar para no molestarlos”. Ese mismo respeto hacia la fauna se trasladaba a la relación con las demás personas. Esto, unido al afecto, transformaron la dotación en “una gran familia”.

La magia de vivir un año de la infancia en la Antártida

Micaela describe la base Esperanza como un barrio pequeño: “Había trece casas individuales, donde estaban las familias, y un casino en el que vivían las personas que habían ido solas”. Y considera que la vida en la Antártida era “completamente normal, pero llena de aventuras”. Había una rutina que se mantenía a lo largo del año: a la mañana, iban a la escuela y, por la tarde, realizaban otras actividades. Una de las más divertidas era tirarse de una montaña bajita en las tablas de snorkel que les había hecho el carpintero y esquiar. Además, en el casino, había una “sala de estar gigante, con una mesa de ping pong, un metegol y una videocasetera con muchísimos DVD”. Muchas veces, también se realizaban talleres. Y detalló: “Una de las mamás nos enseñó a trabajar con porcelana fría y otra hizo talleres de pintura, por ejemplo”. Otro aprendizaje que los entusiasmó fue el del ajedrez, al punto que participaron de un torneo por radio con niños de Ushuaia. Y una mención aparte merece la llegada, cada tanto, de los barcos de turismo: “Venían cruceros con gente de otros lugares que bajaban a conocer la base. Los chicos hacíamos de guías y, muchas veces, nos traían regalos”. El casino también era el lugar de reunión de la dotación, donde los sábados se reunían a comer pizza y se llevaban a cabo los festejos. Los cumpleaños, por ejemplo, se celebraban una vez por mes, con una torta grande que tenía los nombres de todos los homenajeados. “Comíamos pizza y siempre había regalos. Algunas personas los habían llevado y los tenían guardados para la ocasión. Podía ser desde un diario íntimo o una muñeca hasta chocolates o latas de gaseosa, que eran el mejor regalo del mundo. Los chicos éramos mimados por todos”. Había también un cocinero que preparaba la comida para todos: “Recuerdo que, con mi hermano, la retirábamos en una heladerita térmica de tela y unos tuppers y, al llegar a nuestra casa –la número ocho–, directamente nos sentábamos a comer”. Aunque todo se preparaba usando latas o alimentos congelados, Micaela recuerda que, para ella, la comida era exquisita.

Educación personalizada y de calidad

Los chicos concurrían a la Escuela Provincial n.º 38 “Raúl Ricardo Alfonsín”. Aunque el clima era riguroso, las actividades comenzaban bien temprano, cuando se reunían en el gimnasio y cantaban el himno nacional y Aurora, después de lo cual se comunicaban con la estación meteorológica y anotaban en el cuaderno los datos de temperatura, viento, etc. Siempre iban muy abrigados (calza, joggins y pantalón de esquí, como capas de cebolla), pero la realidad es que cada edificio de la base tenía su propia calefacción y, en el aula, siempre hacía calor. Ese año, en la dotación había diez alumnos, organizados en tres aulas. En la de Micaela, estaban los que cursaban tercero, cuarto y quinto grado, en otra los chicos más grandes que estudiaban a través del Sistema de Educación a Distancia del Ejército Argentino (SEADEA) y, en otra, los pequeños de jardín de infantes. “La enseñanza era súper personalizada y los profesores le ponían mucha pasión. Terminamos tan rápido el programa de estudio que los maestros empezaron a darnos contenidos más avanzados”, destaca. Fue tan buena la formación que, al regresar a Comodoro Rivadavia, en la escuela le propusieron pasarla automáticamente de grado, aunque sus padres prefirieron que no lo hiciera. Una experiencia única fue la de participar, de vez en cuando, en un programa de la radio LRA 36 Arcángel San Gabriel, filial de Radio Nacional, que funciona en la base desde el 20 de octubre del año 1979 y es operada por los integrantes de la base. “Nos comunicábamos con gente de otros países que nos mandaba saludos y nos hacía preguntas”. Aunque la señal de Internet era mala, la colocación de una antena parabólica les permitió ver cuatro o cinco canales de televisión. En cuanto a los sentimientos, Micaela rememora la tristeza que sentía cuando sus abuelos le decían que la extrañaban y también, aunque era muy chica, “la sensación de solemnidad que aún hoy no sé explicar, cuando había ventiscas o nevadas grandes”.

La ilusión de poder aportar a la ciencia antártica argentina

En la actualidad, Micaela tiene 28 años y está casada con Marcelo, compañero del colegio y la universidad, quien la secunda en este sueño, al punto de que renunció a sus trabajos en Comodoro Rivadavia para acompañarla a Buenos Aires, donde vivirán hasta la finalización del doctorado que dura cuatro años. La vida en la Capital le gusta porque siente que está todo al alcance de la mano y, también, porque estar en el Instituto Antártico Argentino le dio la posibilidad de conocer a otros investigadores y relacionarse con ellos, personas a quienes admiraba desde los inicios de este camino. “Mi objetivo es volver al sexto continente, y me preparo para hacerlo con conocimientos y herramientas. Me parece mentira ser parte de los hombres y mujeres que sienten una pasión real por lo que hacen. Ojalá pueda aportar algo a la ciencia antártica argentina”, concluye. (Colaboración de nuestro amigo Prof. Roberto Bardecio Olivera)  https://www.infobae.com/

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