Como parte de su política económica, un buen día el gobierno autorizó la venta al exterior de ganado en pie, algo hasta entonces impensado. Por razones obvias, la exportación se hizo por el Puerto de Montevideo, sobre dos tipos de ganado: equinos y ovinos. El embarco de caballos destinados a faena fue la primera vertiente de explotación, la que no estuvo exenta de dificultades porque, como entonces descubrí, el equino está muy compenetrado con el sentimiento de libertad en el imaginario colectivo subconsciente de los uruguayos, y no es visto como ganado. Los buques que venían a cargar los animales eran tripulados por filipinos, que azuzaban el embarco con lanzas cortas, pinchando al caballo en las ancas, y también azotando con largos látigos, muchas veces con una crueldad extrema, provocando la reacción de los trabajadores portuarios para que se detuviera el maltrato. En una oportunidad, se generó una gresca entre los marineros filipinos y los operarios uruguayos, que motivó la intervención de una fuerza de seguridad de Prefectura. La exportación de equinos en pie duró apenas dos años. La exportación de ovinos se inició por entonces y aún continua al día de hoy. Para ello, arriban al puerto capitalino unos enormes buques diseñados para esa carga, capaces de cargar entre 85.000 y 125.000 capones por viaje. Normalmente atracan sobre los sitios Nº 6 y 7 de la Dársena “A”. Alrededor de ese muro, en el Muelle “B” se suele armar con vallas un gran corral para que descarguen los camiones que transportan los animales y desde ese encierro hacer un embarco más ordenado de los ovinos. La carga ocupa entre 3 y 5 días, ya que para el largo viaje a Irán (destino final) es necesario también cargar muchas toneladas de forraje y agua. En verano, y si la temperatura es muy alta, suele ocurrir que al descargar el camión en el corral aparezca algún animal fallecido por deshidratación, en particular si el viaje fue muy largo. Para el camionero, pretender salir del recinto portuario con un cordero muerto significaría un trámite burocrático de varias horas, tiempo perdido y lucro cesante. Por lo tanto, al descubrir un cadáver, la reacción natural era bajarlo del camión y dejarlo abandonado, entreverado con el resto de los muchos animales vivos listos a embarcar. Aparecía entonces otro personaje. Entre el personal de muelle surgía un protagonista que se ocupaba de los animales muertos, trasladándolos a un rincón poco visible donde desollaba al animal (el cuero era necesario para justificar la baja del animal muerto) y vendía su carne a un precio módico a personas que a tal fin merodeaban el lugar en espera de comprar capón barato. Pero los barcos ovejeros provocaban un evento ultra intencional, particularmente durante los meses de verano: el olor. Los capones orinan y defecan en el encierro, y la limpieza de sus residuos no se hace hasta finalizar la carga. Los vientos de sectores del Norte empujan el aroma desagradable de los efluvios hacia la ciudad, convirtiendo a veces en miserable la vida de los habitantes de la Ciudad Vieja, en particular sobre aquellos que no tienen aire acondicionado y deben vivir con las ventanas abiertas durante la temporada estival. Quienes tuvimos oficina en la zona sabíamos de inmediato cuando comienzan operaciones de carga de ovinos. Extracto de “Pisando Adoquines”, autor Francisco Valiñas, contenido en “Veinte miradas al paisaje cultural de la ciudad portuaria de Montevideo”, estudio conjunto de la Universidad Católica del Uruguay y la Universidad Complutense de Madrid.
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