Las muchas visitas y paseos por el Puerto de Montevideo fueron definiendo en mí una incipiente vocación por las cosas del mar. Por ello, al terminar el liceo y fracasar en el preparatorio de la carrera universitaria que anhelaban mis padres, marché a trabajar durante el día y a la Escuela de Industrias Navales de UTU, turno nocturno, a cursar para Patrón de Cabotaje, estudios que abracé con verdadero entusiasmo.
El curso tenía tres asignaturas: Geografía Descriptiva de la Costa del Uruguay, Códigos y Reglamentos, y Navegación. Con el profesor de esta última entablé una relación cercana. Era un Capitán jubilado, de baja estatura y cabello muy blanco, que rondaba los 75 años. Él me consiguió para los fines de semana embarques de práctica en un remolcador del Puerto de Montevideo. Los remolcadores siempre ejercieron una atracción especial sobre mí, aún hoy que ya soy un jubilado de siete décadas que ha navegado en buques de hasta 39.000 toneladas DWT. Para el adolescente de entonces, abordar uno y participar de operaciones de remolque fue tocar el cielo con las manos. El remolcador “Oriental” era por entonces el más pequeño de la flota de la Administración Nacional de Puertos (ANP), y en consecuencia usado mayormente para tareas de apoyo o remolque de pesqueros y chatas menores. Con unos 25 metros de eslora, era un casco de madera de fines del Siglo XIX que había transitado de una planta de vapor a un motor diésel, y que por entonces estaba en sus últimos años de vida útil. Pero para mí fue (y es) como el primer amor, el que nunca se olvida. Fuera del entusiasmo juvenil, la experiencia del “Oriental” no fue muy alentadora. El barco era una muestra más de la pésima gestión de la ANP, con varias tripulaciones que cumplía un horario de 6 horas de labor por 24 de licencia, y que mayormente no sentían el más mínimo entusiasmo por el trabajo que tenían. No existía compromiso con el bajel ni con la empresa, y el más mínimo desperfecto servía como excusa para declararlo fuera de servicio, condición en la que quedaba hasta que el equipo móvil de talleres pasara a evaluar la falla y proceder a la reparación.
Hoy puedo afirmar que la experiencia del “Oriental” me sirvió para conocer algunas facetas desconocidas del Puerto de Montevideo (como los garitos clandestinos regenteados por viejos funcionarios del puerto y de la estiba, donde el personal recién ingresado era obligado a concurrir el día del cobro, durante el primer año de trabajo), pero de eso no habré de explayarme porque mucho no contribuyen al propósito de estas páginas. Entretanto, por la UTU las cosas no marcharon mucho mejor. El Uruguay se encontraba en una situación de conflicto social, cuyas manifestaciones más visibles eran los atentados terroristas y la inflación descontrolada como causa de muchísimos paros y huelgas. A causa de ésta últimas, los cursos de 1967 no completaron los programas regulares, y los profesores decidieron que no estábamos en condiciones de rendir examen. Por lo tanto, todos quedamos repetidores. El año siguiente, 1968, trajo la misma conmoción social, pero agravada, lo que provocó que promediando el invierno el Poder Ejecutivo decretara el fin del año lectivo y el cierre de todos los centros de enseñanza públicos. Otro año perdido. En lo personal, detrás de la nueva decepción apareció el consejo útil del Profesor de Navegación, quien me incitó a postular para ingreso a la Escuela Naval. Ese consejo definió mi futuro por completo.
Extracto de “Pisando Adoquines”, autor C/N (R) Francisco Valiñas, contenido en “Veinte miradas al paisaje cultural de la ciudad portuaria de Montevideo”, estudio conjunto de la Universidad Católica del Uruguay y la Universidad Complutense de Madrid.