El inmigrante español vivió casi toda su vida en Montevideo. Con 87 años, todavía construye veleros que sueltan amarras con rumbo a distintas partes del mundo. Su astillero está en el Puerto del Buceo. La historia del misterioso velero que espera volver al mar. Ingresar al astillero del carpintero naval Don Manuel Rosendo en el puerto de El Buceo de Montevideo, Uruguay, es penetrar en una atmósfera de maderas, aserrín y cuñas apiladas por el tiempo, como si fuese una suerte de tele transportación al pasado. Allí trabaja el hombre de 87 años, enamorado de su oficio. Construye veleros. Barcos que luego parten desde esa ribera oriental del Río de la Plata con diferentes rumbos hacia distintos puertos del mundo. Un oficio casi perdido, el de trabajar la madera para soltarla a la mar impulsada por viento con un paño blanco, majestuoso, crujiente, vivo. En oportunidad de una visita a Montevideo, El Litoral se encontró con este precioso taller de carpintería naval ubicado junto al Yacht Club Uruguayo (YCU), sobre la bella Rambla de Montevideo. Una ocasional caminata por esta extensa costanera que termina al norte en el océano fue la oportunidad de descubrir, casi por azar, perdido entre un caserío humilde de trabajadores portuarios, el antiguo taller de reparación de veleros. «Astilleros Rosendo», reza un cartel gastado, junto a una antigua puerta de madera y un timbre. Es la calle Segundo Oficial 998. Suena el timbre. Al otro lado de la puerta aparece una mujer. «Pase», invita. Más tarde nos enteraremos que es Andrea, la hija de Don Rosendo.
Afuera hay viento helado. Es invierno, está nublado y hace frío. Al ingresar al taller todo cambia de manera repentina. Un caldero al rojo vivo intenta quitarle la humedad a unos borceguíes gastados ubicados a un costado. Pero el calor lo otorga el paisaje. Lo que se ve. Como si atravesar esa puerta hubiese sido ingresar a otra dimensión. Ahora allí todos es el pasado. Las herramientas, las máquinas, los listones de madera, cortes de fragmentos de veleros, tensores, algunos barcos de pequeño tamaño tapados con lonas que permiten adivinar sus siluetas. Hay algo más allí adentro. Algo que llama poderosamente la atención. Es un antiguo velero clásico de madera. Se lo ve listo para volver al agua. Pero todavía espera. Ese momento no llegó. Luego el carpintero contará esta historia. No alcanzan los ojos para ver todo lo que hay en el galpón. Hasta que de repente se abre una puerta al fondo y las luces que cuelgan del techo iluminan a Don Rosendo. Camina lento hacia este desconocido que en esta mañana helada de fines de junio interrumpe sus labores. «Bienvenido», saluda y pone en su rostro ese gesto de pregunta, sin preguntar qué lo trae por acá.
Luego dirá Rosendo que es un inmigrante español nacido el 5 de marzo 1935. Dirá que llegó al Río de la Plata en el año 1953, con 17 años. Y se afincó en su orilla para para dedicarse al oficio heredado de su padre en el puerto de Vigo, a donde descubrió, aprendió y se enamoró del arte de hacer barcos: la carpintería naval de ribera, a lo que se dedicaría con pasión el resto de su vida. La construcción y restauración de veleros. «Disculpe la demora», se justifica y deja traslucir ese acento castizo traído del viejo continente. «Sucede que vengo del río, estamos intentando reflotar un barco que se hundió», cuenta, sin que le pregunten.
Afuera todavía llovizna. El mal tiempo no detiene a los marineros que desde primera hora y ayudados por una grúa flotante intentan rescatar un barco naufragado en la bahía. Es la caleta del Yacht Club Uruguayo y está plagada de mástiles blancos que se mecen con el oleaje provocado por el viento del sureste.
-¿Qué lo trae por acá?
La pregunta del carpintero de manos gastadas y mirada firme abre la posibilidad de conocer este mundo. Rosendo extiende su mano derecha para saludar. Y en el gesto la mano sale desenfundada del abrigo viejo que cubre al hombre gastado por el tiempo y el oficio. Ahora sólo asoman de ese cuerpo esa mano extendida y el rostro. Todo lo demás está cubierto por varias capas de abrigo de algodón y lana. Luce sobre su cabeza una boina marrón, del mismo marrón que lo invade todo en su galpón. Marrón madera, marrón cedro, marrón barco.
A pocos metros de distancia del taller de Rosendo cruza la Rambla uruguaya. Y al otro lado de la avenida, los grandes y modernos edificios con vista al Plata. Es una de las zonas privilegiadas de Montevideo. Donde hace sus labores el humilde carpintero.
«Los primeros barcos los hice allá arriba -señala la Rambla-, sobre la calle Leguizamón. En 1962 fundé «Astilleros Rosendo» y desde 1977 tengo este taller», cuenta Manuel. Muchos de los veleros que nacieron en esa carpintería fueron pedidos por ricos y famosos. «Muchos argentinos», cuenta. Como el «Matrero» (1979), un diseño del arquitecto naval argentino Germán Frers, a pedido de Toribio Achaval. Fue el gran Frers quien le encargó varios de esos trabajos. Frers los dibujaba en su tablero, en su estudio de Buenos Aires, y viajaba luego hacia Montevideo para que Rosendo, con sus manos, los transforme en realidad. «Uno de los barcos que construimos acá ganó su primera regata a Mar del Plata, y luego de ello aparecieron muchos dibujantes navales que se interesaron por mis trabajos», recuerda.
Así fue como «un día terminé yendo a Buenos Aires a reunirme con Frers. Él le recomendaba a cada uno de sus clientes que llegaban a su estudio a pedirle un dibujo de un nuevo velero, que me encarguen a mí la mano de obra. ‘Andá a Uruguay a ver a Rosendo y que te lo haga él’, les decía. Y así el trabajo fue creciendo cada vez más».
El Snipe Rosendo
En la ciudad de Santa Fe hay una huella de las creaciones de Rosendo. Es un velero monotipo de la clase Snipe que lleva el sello del astillero, el velero «Back in Black». Ese barco pasó de mano en mano por varios dueños hasta que un día lo compraron en Santa Fe. Y no se fue más. Todavía se lo puede ver navegar los fines de semana la laguna Setúbal. Y tiene amarra en el Club Marinas del Puerto de Santa Fe. Su cubierta de madera se gastó con el tiempo y fue restaurada hace algunos años atrás por otro carpintero naval de Alto Verde, Don Antonio Vega.
-Rosendo, ¿cómo nació la idea de construir los veleros de la clase Snipe?
-Eso fue una idea de Ricky -dice el carpintero.
Ricky es Ricardo Fabini, un regatista uruguayo de 55 años campeón del mundo de la clase Snipe en 1989, entre otras medallas. Sin dudas, un gran navegante charrúa que continúa hoy compitiendo en esa clase, entre otras. «Ricky me vino a ver un día al taller con la idea de hacer un nuevo diseño de Snipe», relata el carpintero. «Los Snipes medían (en el raiting de competitividad y performance) unos mejor que otros. Entonces Ricky me dijo: ‘Si le construimos una cubierta de madera le bajamos el centro de gravedad y va a mejorar’. Y así fue. Hicimos el primer barco, lo medimos acá al lado en el club y fue un éxito. Entonces comenzamos a construirlos en serie. Hicimos 16 barcos. Todos en la década de los ’90», recuerda Rosendo.
«El astillero de Manuel fue mucho para el Uruguay», cuenta ahora Fabini, a quien también consultó El Litoral durante la visita a Montevideo. El regatista entrena fuerte todos los días en el Río de la Plata y agradece este reportaje que homenajea al artesano de los barcos. «Impecable que hayas estado por acá y lo hayas entrevistado», celebra.
Luego cuenta esta otra parte de la historia. «Por el año ’88 yo tenía un barco al que no sabía cómo bajarle el peso (para hacerlo más competitivo). Así que un día vine al club y le arranqué la cubierta», cuenta Fabini. «Luego fui acá en frente al astillero y le dije a Don Rosendo: ‘Manuel, necesito una nueva cubierta de madera’. Así empezó esta aventura».
«Al año siguiente gané el campeonato nacional con ese barco», recuerda el regatista. Entonces Rosendo construyó una matriz para hacer los cascos de fibra de vidrio en serie y la cubierta de madera. «Probamos el primer barco y andaba un poco menos veloz que el mío. Entonces lo mejoramos. Fueron largos días de trabajo en el astillero. Hicimos otro molde con mi barco, le mejoramos la eslora y la manga. Y también mejoramos la cubierta, sin clavos ni tornillos. Así le bajamos el peso y el centro de gravedad. Quedaron barcos muy buenos. Yo vendí el mío hace dos años atrás», cuenta Fabini.
«El problema era que Rosendo es muy artesanal y los barcos se hacían de a uno, a su tiempo. Cada barco era una obra de arte, una pieza única. Por el ’94 se dejaron de construir porque ya no era económicamente viable», recuerda el regatista. De aquella empresa, Fabini tiene presente todavía a dos trabajadores del astillero. Gonzalo Dubra, que se dedicaba al laminado, y Mario, «del que no recuerdo su apellido. Era el genio de la madera». Ellos eran «dos maestros artesanos que crearon ese ‘stradivarius’ que fue un Snipe construido en Uruguay y que ganó tres campeonatos sudamericanos, 16 uruguayos, un argentino y quedó 4° en el mundo».
Ese misterioso velero
Tras los apasionantes aportes de Fabini volvimos al astillero de Manuel para continuar la conversación sobre el oficio.
-Rosendo, ¿usted tiene velero?
-No, no. Tuve barco pero hoy no tengo. Siempre estuve saturado de trabajo, esto es lo mío, así que para navegar nunca tuve tiempo.
Afuera sigue lloviendo con cielo encapotado desde hace varios días. A un costado de Manuel, parado junto a una máquina, se erige la poderosa silueta de un velero clásico de madera de grandes dimensiones. El barco tiene un poder hipnótico. El mástil de madera recostado sobre la cubierta es la señal de que está pronto, como dicen los uruguayos cuando algo está listo. Pero sigue allí, a la espera de volver a besar el Río de la Plata.
-Rosendo, ¿qué es este velero?
-Es un clase chubasco, un dibujo de Germán Frers, de 1942. Lo trajo un día un francés para que le construyamos la cubierta de baldeo, de teca. Cuando comenzamos a levantar la vieja cubierta descubrimos que también tenía los baos (la estructura) podridos, al igual que la primera tabla de la borda. ¿Notás que la nueva tiene otro color? -pregunta-. Tuvimos que cambiar todo. Construimos la cubierta nueva, y el puente es de roble traído de Birmania. El barco está pronto. Pero su dueño no vino nunca más a buscarlo. Tuvo problemas para pagar el trabajo.
Esto fue hace 25 años atrás. Y el navío, que es una reliquia viviente, sigue allí, a la espera. El antiguo velero es una belleza. Se llama «Toy» y tiene 10 metros de eslora, 3 de manga y 2 de calado. Fue reconstruido en su totalidad y, según los entendidos, «puede durar 100 años más». También «le reconstruimos todo el interior. Desarmamos, pulimos, restauramos y armamos todo a nuevo», cuenta Rosendo. Está publicado a la venta. Rosendo vuelve a extender su mano para el saludo final. La puerta de madera se cierra y afuera continúa lloviendo. Por Nicolás Loyarte. https://www.ellitoral.com/