Escuchar diferentes acentos se ha convertido en algo habitual en las calles de Montevideo, la capital de Uruguay. Dominicanos, venezolanos, cubanos y peruanos, entre otras nacionalidades, se han instalado en los últimos años en este pequeño país de 3,3 millones de habitantes.
Esta nueva emigración llega a Uruguay atraída por su estabilidad democrática, por ser una de las naciones más seguras de la región y por sus avances sociales.
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Y aunque el trayecto muchas veces es duro, pues incluye rutas peligrosas con «coyotes» que se aprovechan de la situación, su periplo nada tiene que ver al que enfrentaron hace menos de un siglo otros extranjeros para llegar a Uruguay.
Tal fue el caso de los cientos de miles de inmigrantes, provenientes principalmente de España e Italia que entre 1869 y 1935 debieron quedarse en cuarentena en la Isla de Flores, situada a tan solo 20 kilómetros de la costa montevideana.
Aislados
Las autoridades de la época consideraban que la cuarentena esa era la mejor forma de prevenir epidemias procedentes de otros países. Por eso los inmigrantes, tras un duro y largo viaje por mar, antes de entrar a Uruguay eran confinados en este islote rocoso hasta 40 días, donde los infectados y sospechosos de tener enfermedades eran aislados.
El territorio, de unos dos kilómetros de largo y unos 400 metros de ancho que se convierte en tres islotes cuando sube la marea, fue el equivalente de la estadounidense Ellis Island. Entre sus edificios destacaba el lazareto, donde se internaba a los sospechosos de padecer enfermedades contagiosas; el hospital para tratar a los infectados, el hotel de inmigrantes, el cementerio y las altas chimeneas del horno crematorio que se utilizaba para incinerar los cadáveres de quienes sucumbían. «El lazareto fue una solución de la sociedad de la época para proteger a Uruguay de la llegada de inmigrantes con enfermedades como la fiebre amarilla, la viruela o el cólera, aunque para la gente que lo tuvo que vivir fue una situación muy dura», señala el investigador Juan Antonio Varese, coautor del libro «Historias y Leyendas de la Isla de Flores» junto a Eduardo Langguth.
«Descendientes de los barcos»
A diferencia de otras naciones latinoamericanas, la población indígena en Uruguay fue prácticamente exterminada en el siglo XIX, por lo que el país se conformó con base en esos inmigrantes «descendientes de los barcos», lo que significa que una gran cantidad de uruguayos tiene al menos un familiar que pasó por la Isla de Flores. Este es el caso de María Yuguero, cuya abuela Francisca Ituarte Alzaga emigró desde España a principios del siglo XX con una única certeza: que el viaje en barco desde el País Vasco hasta el Río de la Plata no iba a ser fácil. Lo que probablemente no imaginaba era que, antes de desembarcar en Montevideo, le esperaba una dura y larga estancia en Isla de Flores. «Mi abuela llegó a Uruguay siendo muy joven, con veintipocos años, y pasó por el lazareto. Venía de un pequeño pueblo, Gizaburuaga, y era hija de labradores que no sabían escribir, de hecho quien redactó la autorización para que viajara fue el cura de la localidad. Imagino que cuando se subió al barco solo sabría que se dirigía a América Latina», explica Yuguero, crítica y curadora de arte.
Abandonada
Como muchos otros descendientes de inmigrantes, María lamenta no tener más detalles sobre la odisea de su abuela, a quien recuerda como una persona callada y reservada que le enseñó a contar hasta diez en euskera, el himno del Árbol del Guernica y algunas palabrotas. En 2014 Yuguero homenajeó a su abuela y a todos los migrantes que pasaron por lsla de Flores con una exposición que organizó con decenas de fotografías de la época. No fue una empresa fácil, porque al contrario de la Ellis Island neoyorquina, que tras años de abandono se restauró para inaugurar en 1990 el Museo de la Inmigración, el paso del tiempo ha hecho estragos en el islote uruguayo.
Donde hace más de 100 años hubo prácticamente una pequeña Babel habitada por personas de decenas de nacionalidades distintas, hoy solo quedan ruinas, hierbajos que no paran de crecer y restos de caracoles marinos que sirven de alimento a las gaviotas, además de las estructuras de las enormes estufas a vapor donde se desinfectaba la ropa de los inmigrantes, consumidas ya por el óxido. La única construcción que sigue en pie y activa es el faro, que gestiona la armada uruguaya y es custodiado por dos militares que se relevan cada 15 días, únicos habitantes de la isla. Después de que las cuarentenas se volvieran más esporádicas gracias a los adelantos en medicina e higiene, la isla comenzó a albergar presos políticos desde 1904. También hubo reclusiones en el gobierno de facto de Gabriel Terra (1931-1933), y en 1968 estuvieron allí detenidos sindicalistas de la compañía estatal de energía eléctrica (UTE), según consta en el libro de Varese y Langguth.
Fue a partir de 1970 cuando el islote cayó en el olvido.
Proyecto turístico
Acceder a la isla no es tarea sencilla: actualmente solo una empresa privada organiza excursiones que salen desde el puerto de Buceo cuando el tiempo lo permite. El viaje cuesta 1.500 pesos (unos US$53) e incluye una parada a la altura de Las Pipas, un conjunto de rocas que alberga una pequeña comunidad de lobos marinos. Tras casi una hora y media de trayecto, una vez se llega a la isla, la información es inexistente. El precario estado de conservación de las estructuras hace que caminar por ciertos lugares sea peligroso.
El islote, obviamente, tampoco dispone de un baño ni de un lugar donde comprar agua o comida.
Las autoridades uruguayas son conscientes de la precaria situación de la isla y a principios de abril anunciaron que se van buscar opciones para convertirla en un atractivo turístico.
«La idea es potenciar la Isla de Flores como paseo turístico, espacio de recreación o lugar para hacer deportes náuticos. Se comenzaría a trabajar desde una base de brindar servicios básicos: estamos hablando de una cafetería o restaurante y de mejoras en infraestructura y logística que permitan ese tipo de actividades», explica el director de Desarrollo Económico de la Intendencia de Montevideo, Óscar Curutchet, quien aclara que todo esto requiere de «un marco jurídico, un convenio entre la Intendencia y la Armada». «Para ello se puede recurrir a un modelo de asociación con empresas que hoy organizan estos paseos, una licitación pública o proyectos de interés privado a los que se otorgaría una concesión para el uso y explotación del establecimiento», explica el director de Desarrollo Económico de la Intendencia de Montevideo, Óscar Curutchet, quien aclara que todo esto requiere de «un marco jurídico, un convenio entre la Intendencia y la Armada», agrega.
Mientras las inversiones prometidas se concretan, sigue pasando el tiempo y avanza la destrucción de un patrimonio cultural único para comprender cómo se construyó Uruguay.
Los migrantes de hoy en día
Paradójicamente, mientras la Isla de Flores se va deteriorando, al país llegan nuevos flujos migratorios y eso supone un gran cambio, pues si bien hasta la década de 1950 Uruguay fue un receptor neto de inmigrantes, a partir de esa fecha se convirtió en un expulsor de población, situación que se agravó primero por el gobierno militar (1973-1985) y después por la crisis económica del año 2002.
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En la última década no solo retornaron uruguayos emigrados, sino que miles de personas de países latinoamericanos eligieron este país para comenzar una nueva vida.
En 2016 fueron 11.832 las residencias que otorgaron la Dirección Nacional de Migraciones y el Ministerio de Relaciones Exteriores, mientras que en 2017 esa cifra se elevó hasta las 12.187. Años atrás no superaban las 3.000. «Ahora estamos recibiendo migración sur-sur y eso es relativamente nuevo para Uruguay. Recibir gente es lo mejor que le puede pasar al país, porque hay poca población y mucho por hacer, y necesitamos a los migrantes desde muchos puntos de vista. Hay que convencer al país de que su llegada es muy positiva porque de esa manera su instalación será más fácil», explica Rinche Roodenburg, fundadora de Idas y Vueltas, organización no gubernamental que asesora a inmigrantes en diferentes ámbitos. El hecho de que el Estado uruguayo exija visa a cubanos y dominicanos, dice la activista, solo añade más trabas a los recién llegados, que se encuentran con un país caro en el que cuesta llegar a fin de mes con un solo trabajo. Si bien Uruguay cuenta con una ley de migración avanzada, que lo convierte por ejemplo en uno de los pocos países que no deporta a las personas en situación irregular, «no existe presupuesto» para implementarla, lamenta Roodenburg. Mientras ella y otros referentes sociales luchan día a día para que los nuevos migrantes tengan oportunidades dignas, Uruguay intenta adaptarse poco a poco a ser de nuevo una sociedad diversa. http://www.bbc.com