Los primeros surfistas de la ciudad son de la década del 60. A partir de entonces, ese deporte se convirtió en una forma de vida para muchos allí. El mar no sabe, pero hay alguien, dentro de él, que espera. Boca abajo, sobre una tabla, la cabeza erguida: observa. O quizás prefiera sentarse, los pies y las manos a los lados, la mirada atenta. El mar se mueve. La luz tibia del amanecer cae en el agua, que brilla como un metal. El mar no sabe, pero hay alguien, dentro de él, que está en el punto exacto en el que quiere estar. Porque conoce: si el fondo es de rocas o de arena, cómo es la dirección y la intensidad del viento, de dónde viene el oleaje, cuál es el periodo y la altura de las olas. Y espera. Detrás de la rompiente el mar se mueve. Arriba de la tabla, quien espera sabe que las olas viajan por el océano, crecen a medida que la profundidad desciende y cuando llegan a los bancos se quedan sin espacio: entonces se levantan, forman un pico y empiezan a romper, a medida que tocan el fondo. Quien está arriba de la tabla sabe que ese día, en esa ciudad, ese es el mejor lugar posible para correr olas. Y espera. La cabeza erguida, la mirada atenta: ve crecer una ola, rema hacia donde quiere ir (las manos veloces en el agua), mira fijo, llega. Se para en la tabla -la rodilla de la pierna de atrás hacia adentro, el torso derecho, el cuerpo semiflexionado, los brazos hacia los lados elevados en la medida justa-. Lo logra. Se desliza sobre la ola con la fuerza del mar, que empuja. Es una danza, la fiesta de un cuerpo que se mece en la naturaleza: sube, baja, la acaricia. Por un instante no hay nada más. Todo se extingue y vuelve a nacer en ese preciso momento. Todo lo bello cabe ahí: en esa porción brevísima de tiempo. Son segundos. Cuatro, siete, diez, quince. Un golpe de adrenalina que no volverá a ser igual porque cada ola es única y desaparece tras el estallido final en la orilla, bajo un manto sereno de espuma. La dosis es tan corta y tan grande el goce que quien espera vuelve a esperar, ese u otro día. Una y otra vez.
Nunca dejará de surfear.
La zona costera uruguaya tiene aproximadamente 672 kilómetros de largo: 452 sobre el Río de la Plata y 220 sobre el Atlántico. Los departamentos costeños son seis; cuatro dan al río —Colonia, San José, Montevideo y Canelones—, dos al océano: Maldonado y Rocha. En estos dos lugares están los mejores balnearios para correr olas en Uruguay. De todos, La Paloma tiene una característica que la distingue: es una península con los dos lados, este y oeste, bien delimitados, con enfoque a los vientos predominantes, los del este y los del sur; y con una distribución que hace posible acceder a todas las playas en bicicleta o caminando.
Eso vieron, a fines de la década de 1960, cuando salieron de Montevideo a buscar olas, los primeros surfistas uruguayos: Omar “Vispo” Rossi, Ariel González, Aldo Ramírez, Raúl “Lalo” Brea, Jaime Mier y otros. Tanto les gustó que muchos se quedaron. Fueron el primer grupo de surfistas en La Paloma, una ciudad que entonces era una tierra incógnita: un paraje yermo de monte y mar.
La casa de Fernando “Canario” Vásquez es un bungaló de madera a unas cuadras de la playa en La Paloma: los cuartos de una vivienda tipo, una galería y una ambientación que no miente: aquí vive alguien que ama el mar. En el centro del living, el cuadro de dos grandes olas asiáticas. A un costado, una tablita de surf de madera que muestra, talladas, cuatro islas indonesias con los nombres de los picos del lugar, allí se forman 20 de las mejores olas del mundo. Más lejos, en un pasillo, cuelgan de un hilo unos 15 caballitos de mar y dos collares de caracoles marinos. Del otro lado, en el alféizar de una ventana, hay cuatro quillas (el timón de la tabla de surf): una marrón -recuerdo de una tabla que él fabricó y que usó en su escuela-, una negra y gris, una blanca y una multicolor.
Fernando Vásquez —mirada clara, pelada rutilante, aro pequeño en la oreja izquierda, bigote cano que cae debajo de la boca y se dobla, apenas, en las puntas— tiene 65 años y surfea desde los 16. Empezó en Montevideo en 1971, cuando en Uruguay surfeaban unos 20 y es parte de la segunda generación de surfistas del país.
Entonces, el surf era un deporte poco conocido en América Latina y quienes lo practicaban eran una especie de tribu que aprendía con lo que había a mano —un puñado de revistas en inglés y una o dos películas—, a fuerza de prueba y error. Cuando “Canario” tenía 17, viajó con algunos de esos surfistas a conocer La Paloma.
—Era todo bosque. Acampábamos en los montes de la playa Los Botes; ahí estaba la casa de Omar Rossi, nuestro “padre”. El primer asentamiento de surfing de La Paloma fue en esa esquina -dice, con la voz segura del que sabe y recuerda-. Después de ese viaje, muchos vinieron a vivir acá.
Él no. Él se fue. En 1977 salió de Uruguay para recorrer América. Pasó por Brasil, Venezuela, Centroamérica, Estados Unidos. Cuando llegaba a un lugar en el que había olas, se hacía amigo de los surfistas, pedía una tabla prestada y salía al mar. También aprendió otros deportes: windsurfing, vela, parapente.
—Pero siempre seguí siendo surfista. Si eres surfista, no importa lo que hagas: siempre serás surfista. El surf genera algo difícil de explicar: cada ola es única y es parte de la naturaleza, ahí está el encanto. Cuando ves una tienes que agarrarla, andar en ella, disfrutarla, y cuando se acaba no puedes largarte a llorar porque terminó, tienes que avanzar y salir a buscar otra: una especie de adicción que pide más. Son segundos. Quizás en un muy buen día de dos horas de mar estás un minuto y medio arriba de la tabla. Pero eso basta. Si lográs correr una ola, la cabeza te cambia por completo. Eres tú y tu mente. Y cuando ya no surfeas todos los días como yo a mi edad, el surf sigue presente igual: estás pendiente del viento, del oleaje. Siempre está ahí -dice, la voz fuerte, el entusiasmo en los ojos, las manos, el cuerpo.
En 1989, él y su mujer decidieron volver a Uruguay: eligieron La Paloma, ese pueblito de surf que “Canario” había conocido 16 años atrás. Vinieron por el surf. “Es más —dice Fernando—, cuando vinimos agarré un mapa de La Paloma, marqué las piedras que llaman ‘Zanja Honda’ y dije: quiero un terreno de acá para arriba, no más lejos”. Quería caminar desde su casa al mar con la tabla bajo el brazo.
Años después formó, junto con otros surfistas de la ciudad, la Asociación Rochense de Surf, y también participó de la creación de la Unión de Surf del Uruguay. Organizaron campeonatos, armaron escuelas.
—Tuve la escuelita durante 12 años. Llegaron a venir hasta 30 pibes. Abríamos a mediados de diciembre y cerrábamos en marzo. Esos meses, yo estaba ahí todos los días: de nueve a seis de la tarde. Me encantaba, era muy divertido. Pero fue un ciclo: como empezó, terminó.
Pablo Sena nació en La Paloma, tiene 33 años y surfea desde los 12. Aprendió en la escuela de Fernando Vásquez.
—El “Canario” es mi referente —dice, el ritmo lento, la voz serena—. Me enseñó muchas cosas, entre otras, a competir: a los 18 fui campeón nacional junior.
Cuando habla de surf, los ojos de Pablo —unos ojos color miel y calmos— brillan. La primera vez que se paró en una tabla descubrió algo único: eso que sigue sintiendo cada vez que se desliza en el agua y que no puede poner en palabras, pero que se parece mucho al éxtasis. Una magia inefable. Hasta los 23, el surf y la vida eran una misma cosa para Pablo. Ese año empezó a trabajar en la alcaldía como encargado de las playas, después se casó y tuvo hijos. Entonces siguió yendo al mar todos los días, pero para hacer el control municipal. Ya no volvió a tirarse a correr olas a diario, aunque el mar siga ahí, y el vínculo esté intacto.
Pablo, vestido con un mameluco azul, suspira y dice que el contacto directo con la naturaleza es otra de las bondades del surf. También, que los fondos y las olas de La Paloma son de gran calidad en comparación con otras playas de Latinoamérica. Después, recuerda un tubo (esa maniobra en la que el surfista queda metido en la ola, tapado, como en un refugio, por segundos) que logró hace dos inviernos. Era la mañana de un día soleado de agosto cerca de la Laguna de Rocha. Estaba solo. Esperaba. Cuando vio la ola, avanzó: la agarró, entró, vio la boca del tubo. En medio de esa negrura, intentó no perder la salida. Y salió. Fue sublime, dice. Y se agarra la cabeza, la balancea, esconde la cara entre los brazos, como quien está en medio de una emoción fuerte. Pasaron dos años: la felicidad sigue ahí, impoluta en el recuerdo.
Los fines de semana, si nada sale mal y las condiciones son buenas, Pablo se sigue levantando a las cinco de la mañana para tirarse a buscar olas, como hacía hasta los 23. Otros días no puede. Y eso —dice— es lo que hoy más le duele.
Como Pablo hace 21 años, hoy en La Paloma muchos niños y niñas aprenden a correr olas en escuelas de surf de la ciudad. Julieta García tiene 30 años y desde los 17 está a cargo de la escuela Alaia: fundada en 1999 por Celia Barboza, una de las pioneras del surf femenino uruguayo, 12 veces campeona del Circuito Nacional.
Julieta nació en Montevideo, pero vive en La Paloma desde los 2 años. Su padre es surfista y eligió vivir allí por eso: por el surf. Para ella el surf y la vida son una misma cosa: todo gira en torno a las olas, a esa energía. La escuela de Julieta es una de las pocas que funciona todo el año en La Paloma y asisten 45 personas: más mujeres que hombres, algo imposible hace 55 años, cuando el surf se instaló en la ciudad.
—Cuando era chica, no había ni siquiera trajes de mujeres. Yo usaba trajes de hombre que me quedaban enormes y pasaba un frío bárbaro. Hoy hay mil opciones para las surfistas; aunque muchas marcas se enfocan más en resaltar los cuerpos de las mujeres que en ofrecer protección o comodidad— dice con firmeza, mientras se ceba un mate y se acomoda el pelo enredado de aire de mar. Todo en ella es un vaivén de movimientos ondulantes, como una mímesis de ese océano que la abriga desde que nació; mueve las manos, cruza las piernas, las estira, mira a un costado, al otro, explica con pasión. En verano, el cupo de la escuela se abre a turistas, que pueden tomar clases diarias: en un día, en general, cualquiera aprende a pararse en la tabla cuando está cerca de la orilla.
—¿Lo enseñas como un deporte?
—El surf es mi esencia, es una forma de vivir. No puedo enseñarlo sin transmitir un poco eso. Y es como la vida, hay que superar miles de situaciones por segundo: hoy lo amás, mañana lo odiás. Eso también lo veo en mis alumnas, que un día se frustran porque no pueden correr una ola y al otro día o a los minutos están felices como niñas y se olvidan del mundo.
Eso. Olvidarse del mundo es una de las cosas que Luis Pereira Costa —40 años, piel bronceada, pelo al ras— más disfruta del surf. Además de la adrenalina que siente arriba de la ola, esos segundos en los que el cuerpo es parte del mar.
—Antes de remar una ola estás tan concentrado en eso que no piensas en nada más: la mente queda en blanco y es la desconexión total -dice, lento, suave, la mirada tranquila-. Después es disfrutar: cuando bajás la ola, sentís cómo se pone hueca y forma un precipicio por el que tenés que andar sin caerte hasta descender. En otras maniobras, cuando quedás dentro de la ola, por ejemplo, sentís un eco, un soplido, como cuando te ponés un caracol en el oído y escuchás el sonido del mar.
Luis nació en Montevideo y desde los 14, cuando, en Piriápolis, logró pararse en la tabla por primera vez, todas sus vacaciones y viajes fueron al mar. A los veintipocos se mudó a Pinamar, en Canelones: quería surfear todos los días y en Montevideo era cada vez más difícil. Pero Pinamar tampoco era la panacea. Luis sabía que si quería mejores olas, tenía que acercarse al este.
Hace cinco años cumplió el sueño de su vida: mudarse a La Paloma, al lado de esas olas del Atlántico que quería cerca, que durante 26 años había querido tener cerca.
Desde entonces, todas las noches, antes de acostarse, Luis Pereira mira el pronóstico y conoce: cuál será, mañana, la dirección y la intensidad del viento, de dónde vendrá el oleaje, cómo será el periodo y la altura de las olas. Al día siguiente —cada día, siempre— desayunará, agarrará la tabla, la acomodará bajo el brazo, encenderá la moto e irá al punto exacto en el que quiere estar. Porque la dirección del viento, el oleaje, el periodo y la altura de las olas indican que ese día es ahí. Que ese día (no ayer, no mañana) hay que esperar ahí. Y espera.
Capital del surf
El 22 de junio de este año, la Intendencia de Rocha declaró al Departamento «Capital del Surf Uruguayo». La intención del decreto, según se explica en uno de sus artículos, es «la promoción turística del departamento». Sin embargo, la noticia no fue bien recibida en La Paloma: los surfistas allí radicados consideran que la capital nacional del surf es, en realidad, esa ciudad y no todo el departamento de Rocha. No es un capricho —dicen— hay condiciones naturales que distinguen a La Paloma por sobre otros balnearios.
«Lo que hicieron fue un desastre. No solo porque no en todo el departamento se practica surf, sino porque, además, la Intendencia no hace nada por el mar; al contrario, le da la espalda al mar: no hay infraestructura para surfistas —duchas, vestuarios—, no apoyan a las escuelas —que todos los meses pagamos un canon para poder funcionar—, a veces ni siquiera se ocupan de renovar los cestos de residuos», dice Julieta García, dueña de la escuela de surf Alaia. Y agrega: «Nosotros somos parte del turismo activo de la región y, en lugar de ayudarnos, van en contra de nuestros intereses. Hace algunos meses, por ejemplo, nos sacaron las habilitaciones a todas las escuelas que existimos y trabajamos desde hace años y lanzaron una licitación que planteaba requisitos absurdos que incluso iban contra la actividad. Nos avisaron de la licitación unos días antes de lanzarla, reclamamos y logramos que nos dijeran que iban a darla de baja; pero al final la hicieron: quienes se presentaron no tenían experiencia ni cumplían con las condiciones que la Intendencia pedía así que los funcionarios nos dijeron que nos devolverían las habilitaciones a nosotros: a las escuelas de siempre. Pero aún hoy, a días del comienzo de la temporada, estamos sin habilitación formal a pesar de tener los papeles en regla y de haber presentado todo lo que nos exigieron». https://www.elpais.com.uy/