La foto histórica muestra a los dos últimos hombres en abandonar el crucero cuando se hundía herido de muerte. Esas dos figuras fantasmagóricas esconden una historia de lealtad y coraje. Las estremecedoras vivencias del comandante Héctor Bonzo que quiso irse al fondo del mar con su barco, El testimonio del suboficial Ramón Barrionuevo, que se quedó a su lado para impedirlo.
Las dos figuras parecen fantasmas en el barco que se hunde. El gigante está herido de muerte. Su tumba será el océano. Ellos lo saben, pero siguen allí, aferrados a la baranda que ya roza el agua, sacudidos por la tormenta. Son los últimos hombres que quedan a bordo.
-¿Dejo o no dejo el buque?, duda el comandante Héctor Bonzo con el casco del crucero hundido nueve metros en el mar.
Piensa que está solo en el ARA General Belgrano. La nave ya fue evacuada. Y frente al inexorable final, por un instante duda.
Una voz lo sorprende en medio de la penumbra. No alcanza a reconocer al hombre que debajo de una capucha le grita:
-¡Si no salta, yo tampoco salto! ¡Me quedo con usted, comandante!
El capitán piensa que es una visión, que está enloqueciendo. «Es el estrés, es la presión, no puede haber quedado un hombre a bordo», se dice.
-¿¡Cómo no se arrojó todavía a las balsas!? ¿¡Qué hace usted aquí si ya no queda nadie!?, increpa Bonzo a la figura irreconocible, tapada de pies a cabeza con un impermeable y un pasamontañas gris, que se niega a abandonar el crucero.
-¡Tírese al agua que es su deber!, eleva su voz el oficial frente a un mar que ruge.
-No, señor, si usted no se tira, yo tampoco. ¡Me quedo con usted, comandante!, recibe la firme respuesta.
Es el domingo 2 de mayo de 1982. Son las 16.35 de una tarde negra y helada en el mar austral. Treinta y cuatro minutos antes, en las profundidades del océano, el operador del submarino británico HMS Conqueror había recibido las tres palabras que sellarían el destino del crucero.
-Disparen a hundir.
La voz del capitán Richard Hask, de la Task Force, recorre en segundos los 12.489 kilómetros que separan el Reino Unido de las Islas Malvinas. El comandante es quien transmite la implacable orden de Margaret Thatcher, la primera ministro británica.
A las 16.01 el primer torpedo MK8 atraviesa el barco, que navega a 30 millas de la zona de exclusión. La explosión sacude a la mole de 13.500 toneladas como si fuese de papel. Los 1093 tripulantes sienten que el buque se eleva por el aire. El torpedo perfora las cuatro cubiertas en forma vertical.
El agua penetra todos los compartimentos. El Belgrano se convierte en un infierno. Treinta segundos después, el segundo torpedo se incrusta en la proa que se desprende como cortada por un cuchillo. Quince metros de la mole de acero desaparecen en el mar.
El ARA se inclina a babor, el fuego surge de sus entrañas. Hay gritos. Hombres quemados. La piel que se desprende de la carne. El horror. Y después el silencio de la muerte.
Desde el puente, y con un megáfono, el capitán Bonzo -23 minutos después del primer impacto- da la trágica orden: «¡Abandonen el barco!».
Setecientos setenta hombres alcanzan las balsas. Trescientos veintitrés encuentran su destino final en el océano.
Bonzo, de pie en el casco, sabe que la gran escora del barco puede provocar una vuelta campana. Y entonces el mar se lo tragará.
La voz vuelve a sacudirlo:
-¡No hay tiempo, mi comandante! ¡Debe abandonar la nave!, ese hombre está decidido a impedir que el capitán cumpla con la ley marinera de hundirse con su barco.
«Ahí, de cara al mar, para mí era más difícil vivir que morir», confesaría años más tarde el comandante Bonzo.
“Lo vi al capitán con esa actitud de irse a pique con el crucero, y no lo iba a permitir”, explicó a Infobae con humildad desde su Catamarca natal, a 38 años de la tragedia, el suboficial Ramón Barrionuevo, como si no tuviera conciencia de su acto de heroísmo.
«Yo soy una de las dos figuras que se ven en la foto, ahí en la cubierta. En ese momento le estaba inflando el chaleco salvavidas al capitán», aclaró.
-¿Y si Bonzo no saltaba, usted estaba dispuesto a hundirse con el barco?
-No lo sé. Íbamos a tener una larga discusión. Yo no iba a dejar a mi comandante solo en el Belgrano. Porque lo que allí estábamos viviendo era el peor de los infiernos.
Los últimos tripulantes
El capitán de navío Héctor Elías Bonzo -nacido en general Rodríguez el 11 de agosto de 1932- fue último comandante del ARA General Belgrano, había navegado 200.000 millas marinas en su vida en la Armada y hasta el día que murió -a los 76 años en 2009- recordó a cada uno de los hombres que tuvo bajo su mando durante la guerra de Malvinas. Conmovido repetía: «El crucero y sus tripulantes siguen navegando en la memoria de todos nosotros».
Ramón Barrionuevo -nacido en Piedra Blanca el 17 de febrero de 1947, hijo de Gerardo, albañil, y Antonia Sánchez, costurera- era suboficial en el crucero y amaba la vida en el mar. Aquella trágica tarde del 2 de mayo de 1982 marcó su vida y dejó una cicatriz. Frente a Infobae rememoró con emoción el instante en que vio cómo el océano se tragaba al gigante de 185,5 metros de eslora. Nombró uno por uno a sus compañeros muertos. Recordó al capitán Bonzo con afecto. Y pidió disculpas cuando las lágrimas surgieron incontrolables.
La imagen de esos últimos hombres en la cubierta del buque dio la vuelta al mundo. Lo que allí vivieron, esos instantes entre la vida y la muerte, quedaron grabados para siempre en su memoria. Ambos -Bonzo hace años, Barrionuevo tiempo después- desgranaron esos dramáticos recuerdos frente a Infobae.
16:01, comienza el horror
Barrionuevo: «A mí me tocaba hacer guardia de 4 am a 8 am y de 16 a 20. El 2 de mayo salí de mi camarote a las cuatro menos cuarto para tener tiempo de recibir la información de mi compañero Juan Carlos Córdoba, y tomar el puesto a las 16 en punto. Juan me pasó los datos de los cañones cargados, de la gente que estaba lista, y de la posición del barco. Lo saludé como cualquier día. Y él se fue para la popa, a nuestro camarote para descansar. Ahí pegó el segundo torpedo. No lo vi más».
Bonzo: “Estaba subiendo a la torre de comando cuando sentí el golpe y la vibración. Mi di cuenta de que era un ataque de torpedos porque se sentía el olor acre de los explosivos. El buque se frenó de golpe, como si el crucero con sus 13 mil toneladas se levantara por los aires. Y entonces comenzó a hundirse”.
Barrionuevo: “A las 16.01 llegó el primer torpedo. El ruido fue tremendo. El crucero se sacudió. Yo estaba sentado en una banqueta y me caí. Era como si el barco se hubiese hundido debajo de mis pies. Yo ya tenía 35 años y 14 de servicio, era experto en armamentos, supe que nos estaban torpedeando”.
Bonzo: “El proyectil había dado en la sala de máquinas de popa, ingresó 2 metros dentro del buque antes de explotar e hizo un boquete de 20 metros de largo por 4 de ancho. Por allí el Belgrano embarcó en segundos 9500 toneladas de agua. Esa explosión causó la mayor cantidad de muertos. Creo que al menos 275 cayeron en ese instante. El buque se quedó sin fuerzas, sin luz, sin energía. Y lo más tremendo fue que ya no podía repararse. No funcionaban las bombas de achique ni el generador de emergencia”.
Barrionuevo: “Un vigía que estaba con prismáticos vio la estela en el agua y alcanzó a gritar: ‘¡Torpedo!’. Abrí la puerta del cuarto de control y llegó el segundo impacto en la proa. Pero ése no lo sentí, quizás fue por los nervios o porque el humo del primero ya cubría la cubierta. Escuché los gritos de la gente que se estaba quemando. Bajé las escaleras desde la tercera cubierta, y fui llevando conmigo a todos los tripulantes que encontraba en el camino. Veía el miedo de los más jóvenes, intentaba mantener el orden. Era un infierno”.
Bonzo: «El segundo proyectil dio en la proa 30 segundos después. Estaba ya en el puente cuando impactó al crucero. Entonces ocurrió algo inenarrable: una columna de agua se elevó 20 metros, volaron hierros y maderas, y cuando cayó faltaban 15 metros de la proa. El duro barco de acero se había partido como manteca».
Gritos, muerte y la orden de abandonar el barco
Barrionuevo: «La gente saltaba directo a las balsas porque el barco había comenzado a escorarse, a ladearse cada vez más. El viento era muy fuerte y las balsas golpeaban contra el costado del buque. Algunas eran arrastradas por la corriente hacia la proa, donde las chapas abiertas como filos las partían al medio. Vi como la cadena del ancla arrastró al fondo del océano una balsa con todos los tripulantes. Nadie pudo salvarse».
Bonzo: “La situación era tremenda. Sin luz era difícil moverse… los gritos de heridos y quemados, los muertos y la escora que iba siendo cada vez más pronunciada. A los 4 minutos ordené largar las balsas al mar, pero sin abandonar el barco. Era una decisión muy difícil. Quería lograr que los sobrevivientes se mantuvieran reunidos antes de dar la voz de abandono, que es la más tremenda que puede dar un comandante. El riesgo, con el mar encrespado, era que el casco diese una vuelta de campana y nos tragara a todos”.
Barrionuevo: “No quisiera volver a ver nunca en mi vida lo que vi aquella tarde. Había un marino con el cuerpo totalmente quemado, la corbata y los puños de la camisa estaban pegados a la piel, chamuscados. La piel escamosa, en carne viva. Nos pidió que lo tiráramos al agua. Si caía al mar, con el cuerpo quemado, no hubiese podido sobrevivir. Lo bajamos con mucho cuidado con una soga que habíamos hecho con las sábanas que iban dejando tiradas en la cubierta aquellos marinos que estaban en su hora de descanso cuando comenzó la tragedia”.
Bonzo: «Mi función en ese momento era dar la trágica voz de abandono, que fui demorando porque no sabía cuántos habían llegado a las balsas. La voz de abandono significa que el buque ya queda solo… 23 minutos más tarde la tuve que dar. ¿Si dudé en hundirme con el barco? En ese momento, frente al mar, para mí era más fácil decidir morir que vivir. Porque si moría, otros se ocuparían de lo que iba a venir, si vivía tendría que enfrentar que muchos de mis hombres murieron…».
Barrionuevo: «De pronto un chico llegó gritando: ‘Ayúdenme, ayúdenme’. Se tapaba la cara con las manos. Le separamos las manos y la piel se despegó y quedó adherida a las palmas. Empezó a sangrar mucho. Le di un pañuelo para que se secara la sangre. Lo bajamos a una balsa. Y no lo vi más. Meses después, en julio de 1982, fui hasta el hospital de Azul, en la provincia de Buenos Aires. Y sentí que alguien me llamaba. ‘¡Suboficial Barrionuevo! Tengo algo suyo para devolverle’. No lo reconocí hasta que me trajo el pañuelo. ¡No sabés la emoción que sentí! ¡Estaba vivo!». https://www.infobae.com/