El millonario empresario argentino Eduardo Costantini cuenta por qué está enamorado de Uruguay

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En su residencia en el exclusivo barrio La Isla de Nordelta en Buenos Aires, habla con El País de sus 50 años de amor por Uruguay, de su institucionalidad pero también de su ritmo lento. «Tengo una historia de 50 años con el Uruguay, toda una vida”. Acaba de finalizar la inauguración de Hombre Flecha, la muestra de Rafael Barradas con la que el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, esa criatura de esplendor contemporáneo que conocemos como el Malba, celebra sus primeros 20 años de existencia. Después de recorrer entre un racimo de invitados las 130 obras que llegaron desde Montevideo, Eduardo Costantini, el hacedor de este lugar, va cerrando su día con un té en las mesas de la planta baja. Me acerco con la culpa de una última pregunta: ¿por qué Barradas? Entonces Costantini deja caer su respuesta: sí, la verdad, toda una vida. Algunas semanas más tarde me recibe en su casa de la exclusiva ciudad cerrada Nordelta para conversar sobre el tirón de esos 50 años, para construirle a ese medio siglo una memoria y revisar de qué se trata, para alguien como él, Uruguay. Eduardo Costantini tiene 75 años y su figura pública, la del etiquetado rápido que construyen las audiencias, es la del millonario que puede ser tapa de Forbes pero sin los espamentos de la suntuosidad. Su vida —y eventualmente su riqueza— es el resultado de una oscilación entre la industria de la construcción y el coleccionismo de arte. Es decir, entre el capital físico, material, el ladrillo puro y duro del real estate y el negocio inmobiliario; y el capital simbólico, ingrávido, de la obra de arte, lo que ocurre con un pincel manchando un lienzo. Como si hubiera tenido dos vidas, o hubiera sido dos hombres. Entrar en Nordelta es entrar en el tejido de una ciudad: 40.000 habitantes distribuidos en más de 20 barrios dentro de un doble anillo de seguridad. Cinco colegios, dos clubes, un hotel de alta gama y su propio gentilicio: nordelteños. Podés nacer, vivir una vida completa y morir sin necesidad de salir jamás de la realidad nordelteña. Como el Malba, Costantini imaginó este lugar y después de imaginarlo lo construyó. En 1999 nació el primer barrio, La Alameda. Y en 2000 se entregó el primer lote. Llegamos a su casa, en el barrio La Isla, después de 15 minutos de una ruta en curva constante. Esta construcción en madera y piedra solía ser su refugio de fin de semana, pero la pandemia lo obligó a habitarla con otra permanencia. Nos sentamos. En la espalda tengo un De la Vega recién comprado, recién colgado y sin terminar. Se puede ver el lápiz trazando el bosquejo, las líneas prematuras del plan. Jorge De la Vega, autor crucial de la Nueva Figuración Argentina, murió cuando lo estaba pintando. En la espalda de Costantini también hay arte, pero en forma de libros, dos libros, grandes y de tapa dura. Costantini los colocó uno junto al otro para endurecer el respaldo de la silla y mitigar así la amenaza de una lumbalgia. Sobre un costado hay un ventanal con vista al lago. Costantini sirve té.

—¿Cómo conociste Uruguay?

—Yo tenía veintipocos años y fui a Punta del Este, de veraneo.

—¿Tu familia tenía casa ahí?

—No, no, para nada. Punta era, en ese momento, algo completamente superador para mis posibilidades económicas. Un tío me regaló una plata, que tampoco era mucha, y me subí a un Buquebus. Me alcanzó para un semana en un hotel de lo que sería la parada uno, en La Mansa. Estaba sin auto así que solo pude yirar por los alrededores del hotel.

—¿A pata?

—A pata.

—¿Qué te trajiste?

—Volví enamorado.

—¿De qué?

—Del mar. Yo era un joven de San Isidro, el agua para mí era el río. Conocer el mar de Punta del Este, la energía única de su naturaleza, fue conocer un mundo nuevo. De ahí en más, volví cada año.

—¿En qué año fue ese primer viaje?

—1970.

—¿Y qué pasó la segunda vez?

—Yo fui progresando económicamente y cada temporada iba mejor equipado, ya después con auto, con presupuesto propio. Me pasaba muchas horas en el agua, metido en el mar. Era una experiencia del cuerpo. Igual, seguía siendo una relación de verano, determinada por el verano. Y claro, por la naturaleza.

—¿Cómo creció esa relación?

—Cada vez fui conociendo más, mi experiencia se fue estirando por el accidente geográfico de la costa. Anduve un tiempo por la parada 35, después en San Rafael, después en La Barra. Hasta que compré un terreno y construí.

—¿Dónde estaba esa primera casa?

—En El Chorro, en una hilera de casas que daban sobre la arena.

—¿Cuánto tiempo había pasado desde aquel joven que viajó con una plata de su tío?

—Y, ya era 1992.

—¿El mar seguía siendo la gran experiencia?

—El mar y la noche. Pero no solamente la noche social, sino el cielo diáfano de la noche de Punta. José Cuneo ha pintado bien esa noche del Uruguay.

—¿Hubo nuevas casas después, volviste a construir?

—A 40 metros de donde estaba, una vecina tenía un terreno que me parecía magnífico, pero no lo quería vender. Tardé unos años en comprárselo. En 1996 volví a construir, pero entonces mi colección de arte había crecido y ahí empecé a trabajar en la primera muestra de lo que todavía se llamaba la colección Costantini. Nace otra cosa, en ese momento, porque lo que se consolida es mi relación con Montevideo.

El puente costó tres veces más

El puente circular que cruza la Laguna Garzón y conecta los departamentos de Rocha y Maldonado costó tres veces más de lo que Consultatio Real Estate tenía originalmente presupuestado, “pero está bien”, dice Eduardo Costantini, CEO y fundador de la desarrolladora inmobiliaria: “Porque lo que obtuvimos es una pieza arquitectónica de valor diferencial, construimos un puente pero en realidad construimos un ícono”. Arte y ladrillo, diseño y estructura, el cruce de acciones que traccionan la vida de Costantini es siempre el mismo cruce que produce lo mismo: obra. Diseñado por el arquitecto uruguayo Rafael Viñoly, el puente le da acceso al otro gran emprendimiento de Costantini en Uruguay: el proyecto de urbanización privada Las Garzas, 240 hectáreas que se estiran frente a dos kilómetros de playa sobre la ruta 10, a 20 minutos de José Ignacio y con capacidad para la edificación de unas 400 casas, “aunque hoy solo tenemos unas veinte”. Pero “está el club house y de a poco va creciendo. Es un proyecto muy a largo plazo al que hay que saber esperar”, dice Costantini.

Dos hombres, dos países.

Una fuerza de la naturaleza, del sol y del mar, ese Uruguay del verano argentino que es Punta del Este. Y el Uruguay profundísimo de la tradición cultural y su formidable, vastísima producción pictórica que hunde sus raíces fundantes en Montevideo. Dos ciudades, dos Uruguays, en caso de que sea posible el plural para nombrar las naciones. En el primero, Costantini compró terrenos, levantó casas y Consultatio, su empresa, invirtió siete años de recursos para terminar el puente circular de Laguna Garzón. En el segundo, colgó a Frida Kahlo, a Joaquín Torres García y expandió el pulso del arte y el coleccionismo. Dos hombres, dos países. El mismo hombre, el mismo país.

—Hablemos de aquella primera muestra.

—Se hizo en el Museo de Artes Visuales de Montevideo.

—¿Qué cuadros fueron los estelares?

—Abaporu ya formaba parte de la colección, es la obra más importante del Brasil.

—La nave insignia del Malba.

—Sí, pero todavía faltaban cinco años para que naciera el Malba. Estamos en 1996 y Malba nació en 2001.

—¿Qué otras piezas había?

—»Autorretrato con chango y loro”, de Frida Kahlo. Composición simétrica universal, de Joaquín Torres García. Estaba Barradas, también. Fue muy importante para mí porque me permitió conocer a Julio María Sanguinetti.

—Hablamos del comienzo de su segundo mandato como presidente de la República, que arrancó en 1995. Entre 1985 y 1990 fue el primero.

—Exacto. Yo tenía los cuadros en depósitos de afuera porque traerlos a la Argentina implicaba pagar impuestos de importación y, como te digo, Malba aún no era un proyecto y yo no sabía qué destino les iba a dar a esas obras. Frida Kahlo y Torres García terminaron colgados en el despacho presidencial de Sanguinetti. Se los presté durante casi dos años. Llegaban gobernantes de otros países y le preguntaban: ¿qué hace un Frida Kahlo acá?

—Sanguinetti escribió después una biografía de Pedro Figari.

—Sí, y la presentó en el Malba. Es alguien a quien aprecio y admiro profundamente.

—Hay una definición del expresidente Sanguinetti que tal vez podamos revisar. Dice más o menos así: Uruguay es una república, Argentina es una nación. Entiendo que se refiere a cierto ordenamiento institucional, a cierta sobriedad del comportamiento cívico que Uruguay es capaz de conservar frente a esa tormenta de las pasiones y la épica constante que define a la sociedad argentina.

—La Argentina está desbordada por el caudillismo, por el ego gobernante, cosa que en Uruguay no se verifica. En cambio, en Uruguay el juego de la política está enmarcado dentro de reglas donde el interés de la república es prioritario. Hay rivales, pero que no se salen de la institucionalidad. Entonces nosotros los argentinos vemos a dos expresidentes uruguayos darse un abrazo y sale en todos los diarios, no lo podemos creer. Nosotros le hacemos trampa a la república y a la división de poderes, no veo lo mismo en el Uruguay. Es una diferencia grande entre uruguayos y argentinos.

—Está bien, pero Sanguinetti dice también que en esa desregulación institucional, la sociedad argentina es más creativa, más dinámica, y que la sociedad uruguaya es más quieta, menos efervescente. Yo tengo amigos uruguayos que me dicen: acá es todo más aburrido. Suelo responderles: acá en Argentina es todo mucho más tormentoso.

—Ah, eso sí. Ahora, el hecho de que Uruguay sea más aburrido, que lo es, más lento, no se debe a que son más respetuosos de la república, porque vos tenés países en otras latitudes del planeta que también respetan las instituciones y tienen sociedades dinámicas. Me niego a creer que porque sos republicano vas a ser aburrido.

—Bueno, hay una construcción gestual del actual presidente, Luis Lacalle Pou, que parece querer redefinir ese tranco lento, aplomado de Uruguay. Llega a la Quinta de Olivos para encontrarse con Alberto Fernández con un vino en la mano, como si viniera del súper. O baja del avión oficial con el mate bajo el brazo.

—Sí, hay una cierta frescura ahí, parece querer dinamizar esa ralentización que le podemos asignar al Uruguay. Y también parece estar buscando insertar a su país en el mundo.

—Fernando De la Rúa, más allá del final penoso de su gobierno, ganó las presidenciales argentinas con el eslogan “dicen que soy aburrido”, que fue una suplantación semántica de “dicen que soy ordenado”.

—Igual, es un aburrimiento relativo porque finalmente el artista más importante del Río de la Plata, el que más destella, es Joaquín Torres García, un uruguayo.

—¿Sí? ¿Más que Xul (Solar)?

—Más que (Antonio) Berni, inclusive. Berni es una persona que tiene arte surrealista de calidad internacional en el 30 y tiene realismo social en el 60, un artista que estuvo vigente durante una gran cantidad de tiempo, pero Torres García crea el constructivismo universal y toda la escuela del sur y ha penetrado aún más en la escena internacional que Berni. Es muy impresionante que un país pequeño tenga artistas de la envergadura de los pintores uruguayos.

—Siempre que hablamos de Uruguay terminamos hablando del tamaño de Uruguay, la cuestión permanente de su escala. ¿Será que la escala produjo una contraescala, que tiene esos artistas porque tiene ese tamaño? ¿Habrá resuelto la falta de expansión física con expansión simbólica?

—No soy sociólogo, así que te respondo como un hombre común, pero yo creo que en parte sí. Cuando vos tenés una debilidad, entre comillas, eso te obliga a desarrollar estrategias, a pensarte para sobrevivir. Y esas estrategias, una vez fundadas, realizadas, a veces entregan mucho más de lo que se esperaba de ellas originalmente, y superan su propósito inicial que era el de simplemente empatar alguna falencia. No soy historiador, no me quiero aventurar en temas que ignoro, pero Uruguay también se supo defender de la Argentina, del imperio del Brasil. Es un país que se vio obligado a desarrollar músculo. Y eso se ve con toda claridad en el arte uruguayo.

—El mar de Punta del Este, las paredes de los museos de Montevideo. Entre los dos se arma tu Uruguay, el Uruguay de Eduardo Costantini.

—De alguna manera, sí.

—¿Y dónde se cruzan, dónde se vuelven el mismo?

—Hace pocos años compré un terreno espectacular en José Ignacio, un terreno de 4.200 metros, en la proa de José Ignacio, que tiene las piedras más grandes del lugar. Es único en el mundo, como ese cuadro de De la Vega, como la “Composición universal” de Torres García. Compré este terreno como se compra una obra de arte.

Su vida y su riqueza es el resultado de una oscilación entre la industria de la construcción y el coleccionismo de arte. Foto: cortesía Consultatio.

Costantini saca su teléfono y empieza un scroll de imágenes hasta que detiene el dedo sobre la foto que está buscando. “Este es el rendering”, me dice. Me acerco, miro y veo el terreno que compró con una simulación digital de su casa ya construida. Lo que se ve es un mar y unas rocas gigantes frente a ese mar. Costantini abre la foto, gira la pantalla, abre todavía un poco más, me explica un detalle, un ángulo, una demarcación. Hay una euforia elegante, bajo control, en la acción de mostrarme el cuadro que me está mostrando. Me dice que el municipio ya se lo aprobó y que ahora el proyecto está en el Ministerio de Ambiente, todavía en la etapa de los permisos. “Es un sueño”, remata.

—¿Así se sueña a los 75? O mejor, corrijo, ¿así soñás vos a los 75?

—Sé que estoy en la última etapa de mi vida, es obvio. Para mí, lo más importante de este momento es la vitalidad física. Yo, metafísicamente, no tengo tanto mambo con la muerte, acepto nuestra naturaleza y veo mi vida como la retrospectiva de un artista, como un cuerpo integral de obra.

—¿Cómo sería?

—Vos mirás al Berni más tardío, al Berni del 70, y empieza a decaer un poco, razonablemente. Vos agarrás a Picasso, que es un genio, y ves que se sostiene desde el 1900, se acompaña muy bien hasta la década del 40, del 50, por ahí, y después ya… pero bueno, es muchísimo para un artista. Eso llevado a la vida de las personas es lo mismo, llega el momento de la declinación. La vida mía tiene un principio y un final, y yo tengo que tratar de mantener la consistencia durante ese trayecto.

—¿Pero el final no se vuelve amenaza?

—Para mí, más que la muerte, la amenaza es la enfermedad. La muerte… uno tiene que tener la humildad de reconocer su inminencia, si no podés con eso te estás engañando.

Estamos cerrando la charla cuando escuchamos la llegada de Elina Fernández Fantacci. Costantini me mira, hay la sombra de una disculpa en esa mirada. Después dice: “Está llegando mi esposa”. Una mujer fresca, con el brillo de sus 31 años en la sonrisa, entra en la sala donde ahora estamos de pie. Le extiendo la mano abierta, ella me ofrece el puño. Le extiendo el puño y ella me ofrece la mano. Nos reímos de que la gente ya no sepa cómo saludarse. Después llega el momento de su día en el que se encuentra con su esposo. Yo me aparto, guardo mis cosas. Ellos se besan.

¿Cuál fue la última compra de Costantini?

«Diego y yo”

“El coleccionista es como un adicto, siempre necesita una más”. Eduardo Costantini lo dice como confesándolo. De chico fueron las estampillas y las palomas, llegó a tener una mensajera. De grande, las obras de arte y su mercado de élite internacional. Son coleccionismos distintos, pero empujados por la misma necesidad, por la misma fiebre adquisitiva. Su última compra no fue un compra, fue un batacazo, su gran golpe: el 16 de noviembre, en subasta de la casa Sotheby’s, Costantini pagó 34,9 millones de dólares para adueñarse de “Diego y yo”, el autorretrato que Frida Kahlo pintó en 1949, cinco años antes de su muerte. De esta manera, la obra se transformó en la más cara de la historia del arte latinoamericano. Quedó destronada así “Baile en Tehuantepec”, del muralista Diego Rivera, que es el mismo Diego del autorretrato de Frida. El Baile había sido comprado en 2016 por 15,7 millones de dólares y su comprador también fue Eduardo Costantini. Del New York Times al Wall Street Journal, pasando por la BBC de Londres y L’Express, la noticia de la compra de “Diego y yo” tuvo impacto mundial y la prensa de todo el planeta registró la captura. Un coleccionista dice que se siente como un adicto. Y si siempre necesita una compra más, lo único que queda por preguntarse es cuál será la próxima. https://www.elpais.com.uy/

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