Quiénes son las Salty Girls, dos amigas que crearon una comunidad surfer

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Camila Meana y Agustina Brum se conocieron buscando olas, ahora tienen dos escuelas y organizan viajes de surf. A Camila Meana la delata su apariencia. Está vestida con una camisa grande, estilo hawaiano, y su piel es del dorado típico de quien pasa todo el año al aire libre. En su pelo, largo y ondulado, se funden diferentes tonos de rubio, aclarados por el sol. En la mano lleva un anillo con una ola, símbolo que se repite en forma de dije que cuelga de su cuello. Camila respira surf, o como dice ella, vive «con una ola atravesada». Recibe a Galería en una de sus escuelitas de surf en la parada 8 de la playa Brava de Punta del Este. Cuando llegamos está rodeada de chicas que, es evidente, también hacen surf, aunque al atardecer ya se encuentran fuera del agua, abrigadas, esperando la caída del sol. Pero a Camila (24) no le resultó sencillo encontrar a otras mujeres que hicieran surf. «Ahora veo muchas más mujeres dentro del agua, algunas veces somos mayoría, pero eso es de los últimos años, antes eran solo hombres», explica. Y es verdad, los históricos nombres del surf, como Ariel González y Roberto Damiani, son hombres. Fue recién a mediados de los 90 que Celia Barboza empezó a hacerse un lugar y a figurar en las tablas de la Unión de Surf del Uruguay (USU).

Camila aprendió a surfear en La Paloma, con su padre, cuando tenía solo seis años. Desde el primer momento quedó enamorada del deporte, aunque solo lo practicaba en verano porque no le permitían hacerlo en invierno. El resto del año jugaba al tenis, esperando que llegaran los meses de calor. De adolescente empezó a competir en la categoría sub-18 de la International Surfing Association y así, por primera vez, viajó para surfear. «El primer viaje que hice fue a Perú y fue el susto más grande que me pegué en mi vida, sentís el mar con mucha más potencia que acá», recuerda, y más adelante aclara que «al mar no hay que tenerle miedo, sino respeto». Sin embargo, fue con los viajes que le empezó a agarrar «otro gustito» al deporte y toda su vida comenzó a girar en torno a la tabla. Pasados los 18 años decidió dejar el surf competitivo (la categoría de mayores implicaba otras complejidades), pero no estaba dispuesta a dejar de viajar. Sus vacaciones y ahorros estaban completamente destinados a buscar olas desde hacía años, solo que ahora debía encontrar su propio camino. Tenía muchísimas ganas de ir a Costa Rica, pero no tenía con quién, no conocía ningún grupo de mujeres surfistas ni tenía una amiga que practicara el deporte. Fue así que se acercó a Agustina Brum, a quien conocía por amigos en común. Al igual que Camila, surfeaba desde chica gracias al impulso de su familia. «Mi padre y mi hermano surfean, en mi familia son todos surfistas y más o menos desde que nací me pusieron una tabla debajo del brazo», cuenta Agustina (24) por teléfono, desde Cabo Polonio. «Me pasaba todos los veranos en el Cabo con mis primos y amigos surfeando. Con el tiempo todos fueron dejando y yo seguí. A eso de los 16 o 17 pude empezar a tirarme más seguido, en invierno. Trabajo desde los 17 años, haciendo temporada, y toda la plata la ahorraba para irme a surfear a algún lado. Cuando empezás a crecer tenés más libertad, y toda mi vida se fue transformando en perseguir la ola», dice. El surf atraviesa todas las áreas de su vida. Incluso, cursa la licenciatura en Ciencias Biológicas para especializarse en oceanografía y así estar siempre cerca del mar. Amigas de olas. Ahora Camila y Agustina son una dupla imparable. Juntas han visitado las playas de Sri Lanka, Indonesia, México, Portugal, España y Costa Rica en busca de la ola perfecta. En 2019, tenían ganas de viajar nuevamente -lo viven casi como una necesidad-, pero no tenían suficiente dinero. Eligieron un destino cercano y popular entre los surfistas uruguayos, Praia do Rosa, al sur de Brasil. Aún así, no les alcanzaba el presupuesto, entonces se les ocurrió invitar a más personas para alquilar una casa más grande y viajar en una kombi, diluyendo el costo entre todos. Le comentaron a amigas e hicieron un flyer que compartieron en las redes sociales y prácticamente llenaron los cupos. Cuando les quedaban solo dos lugares, y no sabían a quién más decirle, hicieron un Instagram (SaltyGirls.uy) para promocionar el viaje. El nombre estaba inspirado en una tienda que conocieron en uno de sus viajes, Salty Sisters. Finalmente, a fines de 2019 se terminó por formar un grupo de unas 10 mujeres jóvenes que iban a Brasil en busca de olas. Y aunque no era su intención inicial, Camila y Agustina no solo se transformaron en las líderes y coordinadoras del viaje, sino también en instructoras. La mayoría de las chicas apenas había tomado alguna clase de surf en su vida. Ellas ya habían tenido experiencia enseñando -Camila tiene una escuela en Punta del Diablo, Wanna Surf, desde los 18 años- y se lo tomaron con naturalidad.

La rutina en los viajes es sencilla. «Nos levantamos a las 8, desayunamos todas juntas y ya vamos al agua. La hora depende un poco de la estación, la luz y el frío. Nos quedamos tres o cuatro horas, después volvemos y almorzamos todas juntas. Es la vida del surfista, te levantás pensando en la ola, desayunás, te vas a surfear, volvés, descansás un poquito y de tarde vas de nuevo. De noche hacemos algún asado, tomamos cerveza y al otro día lo mismo. Surfear, comer y dormir», cuenta Camila. Las dos amigas están acostumbradas a la disciplina que implica el deporte. Saben lo que es armar un mate a las 5.30 de la mañana, comprar unas galletas en una estación de servicio y subirse al auto a «buscar la ola». Buscarla implica recorrer las playas cercanas para encontrar las condiciones ideales para tirarse al agua y en una mañana puede llevarlas desde Punta del Este hasta La Paloma. O gastarse todos sus ahorros en tablas, trajes y viajes. También entienden lo que escuando todo el mundo está saliendo a bailar, irse a acostar temprano y sin tomar nada para poder madrugar. Dentro del agua conocen la frustración de estar horas sin encontrar una buena ola, de caerse y volverse a levantar. Pero están convencidas de que vale la pena y por eso es algo que quieren contagiar. El viaje a Praia do Rosa fue refrescante para todas: el poder vivir su pasión con tanta intensidad las dejó con ganas de más, tanto a Camila y Agustina como al resto del grupo. Al mes ya estaban organizando una escapada surfer de fin de semana a Cabo Polonio. «Cami era la única chica de mi edad que conocía que surfeara y no podíamos creer, porque muchas nos decían que les interesaba. Se dio solo lo de Salty Girls, pero decidimos seguirlo porque no podíamos creer que no hubiese nada así. No creemos que le cambiamos la vida a nadie, ellas mismas la cambiaron. Sus decisiones del día a día pasan a tener que ver con el surf, sueñan con viajar a lugares que no se hubiesen animado», cuenta Agustina. Después de Cabo Polonio hubo otros viajes a Santa Teresa y Punta del Diablo; no pudieron ir más lejos debido a la pandemia y el cierre de fronteras, aunque sin duda está entre sus planes para fines de este año -ojalá- o para 2022.

Una comunidad de mujeres surfers. El comienzo de las Salty Girls habrá sido espontáneo, pero es la materialización de algo más grande que se está gestando desde hace varios años. Las mujeres cada vez más se animan a hacer cosas que décadas atrás estaban fuera del alcance para el género. Camila y Agustina reciben consultas de decenas de interesadas que siempre soñaron incursionar en el surf, pero, hasta el momento, nunca habían podido. A algunas les daba vergüenza ir a una escuela con hombres, otras habían aprendido lo básico con sus novios y, tras la ruptura, no sabían cómo retomar. Las Salty Girls le dieron el espacio a esas mujeres y generaron una comunidad unida por el mar. Viendo esto, y como Camila vive todo el año en Punta del Este, se propusieron darle continuidad al proyecto y abrieron una escuela de surf allí, para que las chicas pudiesen viajar los fines de semana desde Montevideo -aunque algunas son locales- y continuaran practicando. «Nos hicimos amigas, nos juntamos, salimos a comer. Por ejemplo, hoy vinieron a tomar clase con este mar. Hay muchas que arrancaron de cero y ahora están todo el tiempo fijándose dónde hay una olita y si se pueden tirar, y se van comprando su tabla, su traje. Se hacen amigas entre ellas y salen aunque no esté yo, eso me gusta, que se desprendan de la escuelita, que es el objetivo», explica sentada en el piso blanco de la escuelita que inauguró este año. Unos kilómetros más hacia el Este, en Cabo Polonio está Agustina, con una propuesta diferente. Allí tienen una surf house, donde «siguen la lógica de los viajes» y les dan a las chicas alojamiento, comida y clases de surf. «Se vive la filosofía del surfista, la de levantarse temprano e ir a buscar la ola y las chicas comparten eso con otras personas que están en la misma sintonía». Además, en la Salty House tienen clases de yoga con una instructora española, Marta, que les ayuda a estirar los músculos cuando están fuera del agua. Allí es, como dicen ellas, «surfear, comer y dormir», siempre en comunidad. «El surf es un viaje de ida. Una vez que te gusta, te atraviesa, vas a querer surfear siempre. Es la fisura del surfista, como le decimos», concluye Camila. https://galeria.montevideo.com.uy/

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