Tiene playa, está cerca del movimiento, pero es un bastión sereno y natural para aficionados al deporte o aquellos que buscan unas vacaciones tranquilas.
«Parecen mariposas”. Una madre, un padre y su hija de unos 4 años miran a lo lejos. No quieren que sus nombres aparezcan en la nota, pero aceptan ser “la familia de la playita secreta”. Llegaron a ella por la casualidad que permite internet en la búsqueda de un destino remoto: “Queríamos un lugar en el que no hubiera nadie y alquilamos un rancho por acá”.
A La Playita se llega por la ruta 10. Unos tres kilómetros después de entrar al departamento de Rocha desde el puente de la Laguna Garzón se dobla a mano izquierda por un camino de tierra. El punto de referencia es El Caracol, balneario que de un lado de la ruta mira hacia el Atlántico Sur, y del otro a la laguna. Agua salada por un lado, agua dulce (aunque no tanto) por el otro. Una vez en el camino de tierra basta con seguir la indicación de los carteles de madera rústica que apuntan al lugar. Así hasta llegar a un claro de agua rodeado de vegetación, arena gruesa y paisaje agreste por donde se mire. Las mariposas son, en realidad, velas de kitesurf que se ven a lo lejos y que por los colores y por estar suspendidas en el aire se parecen al insecto.
Es el primer día de playa de la familia y además de observar alrededor ya han cazado cangrejos y jugado con formas en la arena. “Que fuera tranquilo era nuestro requisito fundamental”, dicen, y por ahora eso se ha cumplido: son la única sombrilla por allí y el sonido más intenso es el de las cotorras. Lo demás es paz y tranquilidad. No están solos, pero la inmensidad del lugar para tan pocas personas es suficiente.
La fama veraniega de Uruguay está asociada al Río de la Plata y al Océano Atlántico, al agua salada, con énfasis en la popularidad internacional que han alcanzado el lujo de Punta del Este o lo rústico del Cabo Polonio. Sin embargo, en el territorio charrúa hay claros de agua dulce rodeados de paisajes agrestes, de relax y, a su vez, de servicios que los convierten en destinos cómodos para pasar las vacaciones (ver recuadros). Y la Laguna Garzón es uno de esos rincones uruguayos donde la palabra “paraíso” encaja.
Tiempo para la aventura en verano
Los otros visitantes en La Playita están de pasada, no viven ni duermen en el balneario, trabajan en José Ignacio y cuando tienen tiempo libre se escapan hasta ahí. Él es Martín Lavecchia, chef conocido de la capital uruguaya y a esta altura ya un histórico de la temporada. Si calcula, cree que hace ocho años que cocina en el Este. Ella es Lucía Calasso, pareja y colega en la cocina. Veranean juntos hace dos o tres años y todos los días antes de las 14.00 —hora en que empiezan a organizar el restaurante— pasan en El Caracol. Buscan una sombra para el pareo, preparan la tabla y practican SUP (Surf a remo).
“En este espacio hay menos viento y es más resguardado para hacer este deporte. Además, a la zona no ha llegado mucha gente todavía, y los que vienen buscan turismo ecológico. Todos los que venimos queremos desconectar”, dice Lucía.
Algunas veces Lucía ha surfeando a centímetros de un par de cisnes de cuello negro. “Los ves chapotear y chapotear hasta salir volando. Los peces también te pasan por al lado de la tabla. Acá estás adentro de los bosques”, cuenta. Y estar en la naturaleza, esa inmersión sin límites, es todo lo que buscan los que andan por allí.
La Laguna Garzón está ubicada en el límite de Maldonado y Rocha, con cuatro arroyos afluentes (Garzón, De la Cruz, Moleras y Anastasio), el espejo de agua que la conforma es de 1.750 hectáreas y la zona, con los alrededores verdes incluidos, es considerada área protegida por su diversidad biológica. Unas dos veces al año se conecta con el mar para cumplir el proceso de limpieza y de intercambio de biodiversidad necesario.
Dormir sobre el agua o acampar sofisticadamente frente a la laguna
En la Laguna Garzón se puede dormir sobre el agua. Ese es el distintivo de Laguna Garzón Lodge, un hotel flotante que nació como una propuesta de turismo sustentable. Las habitaciones fueron construidas como los catamaranes, con tanques reciclados por debajo que dan estabilidad. Basta con salir al porche personal para zambullirse o remar en los kayacs que ofrece el hotel. Entre los servicios aparte están el restaurante a la noche, una canasta de picnic para el día y un mirador para observar las estrellas. “También hacemos paseos con los pescadores en los distintos ecosistemas”, cuenta Pablo Sosa, uno de los propietarios. La tarifa es aproximadamente de US$ 170 la noche, con desayuno. Otras posibilidades de hospedaje son los hoteles La Balsa Lodge y Miradores de la Laguna Garzón. También casas que se alquilan por Airbnb o inmobiliaria o en Hostel, todo en la zona de El Caracol. Sobre la Laguna Anastasio está la opción de acampar en un espacio que se ofrece como “camping glam” en carpas estilo “bell”, con servicio de hotel, restaurante, piscina y acceso a deportes acuáticos a unos US$ 150 la noche.
Se ha convertido, además, en un escenario ideal para los deportes acuáticos. Así lo confirma Diego Varela, instructor y dueño de la escuela Kitesurf Uruguay que en el Este (también está en Montevideo, Atlántida y Solís) está emplazada en el brazo de la laguna. “Este espacio tiene la mejor condición, porque al no ser tan grande es de agua plana, no se forman olas, y porque desde el puente para acá el viento por noreste entra mejor”.
El kitesurf es uno de los deportes que viene cobrando gran popularidad en los últimos años y Uruguay no se queda lejos. Pasear por los alrededores es, efectivamente, dejarse contemplar los sinfines de “mariposas” que practican en el agua calma. La escuela funciona de diciembre a semana de Turismo y gran parte de los que se arriman hasta el ómnibus fucsia de Diego Varela buscan iniciarse.
“El crecimiento mundial se refleja acá porque crecen los aficionados al deporte, alumnos y navegantes. Tenemos distintos públicos: uno que viene y practica solo en verano porque no tiene donde vive condiciones para hacerlo. Para esas personas podemos ofrecer una clase de una hora (a US$ 100) para reencontrarse con la vela. Después está la gente que ya practicó, le gustó y siguió y lo sigue practicando y ya no necesita de la laguna tan específicamente como el iniciante. Después que aprendés te podés largar en el mar o en otro lado”, apunta. A quien se acerca para aprender desde cero, las opciones son seis horas de iniciación (a US$ 500) que pueden dividirse a lo largo de la semana conforme la comodidad del aprendiz. Lo básico en el deporte es aprender a manejar la vela, que es la que dará la fuerza para dirigir la tabla.
Los aventureros verán que ni el tema de la fuerza ni el de la edad son limitantes para aprender kitesurf. En la escuela de Diego hay desde un niño de 7 años a un señor de 73. “Teniendo ganas no hay límites”, dice, y comenta que incluso hay un alumno que padece párkinson.
Otras escuelas de la zona son Laura Kite & Windsurf pegado a la entrada del puente del lado de Maldonado; y A pura vela, del lado de Rocha. La primera también imparte clases y alquila equipamientos para Kitesurf, SUP, Windsurf, Kayacs y vela. La segunda está orientada específicamente a la vela en catamaranes.
Dejarse llevar por la naturaleza
Las casas de la zona son pocas y todas están rodeadas de un paisaje frondoso: humedales, matorrales, bosques. Es uno de esos lugares que todavía no se popularizaron, pero los que lo conocen se enamoran. Alberto Márquez es argentino, conoció El Caracol por unos amigos y cuando le dijeron que tenían idea de construir un complejo de apartamentos, no dudó. Ahora ya hace seis años que pasa desde el 25 de diciembre al 25 de enero adentro del monte nativo. En el complejo también hay alquileres por temporada que se pueden reservar por internet. “Hay bosque, laguna y mar a la vez. Es espectacular”, dice. Está lejos del bullicio y, a la vez, lo suficientemente cerca como para sumarse a las actividades que ofrecen polos más turísticos como Punta del Este, La Barra o José Ignacio por un lado, o los balnearios rochenses por el otro. Asimismo, si lo que se busca son unas vacaciones de retiro, solo con recorrer los distintos bordes de la Laguna Garzón se encuentra todo.
Vivir inmerso en la naturaleza es algo de lo que Beto, pescador que hace 50 años conoce la zona, puede dar testimonio. Llegó a la laguna cuando todo era desierto y solo estaba aquel pequeño vestigio de un intento de puente que permaneció por décadas. De turistas ni se hablaba; los que estaban eran todos pescadores y había dos o tres ranchos en la costa. El que no tenía rancho, armaba la carpa. Si sonaba algún motor cerca, era el de algún camión que venía a comprar el pescado. El tiempo trajo cambios de todo tipo. Hasta el corte del pescado cambió: “Antes vendíamos entero, hoy en día hay que hacer filete, palomita”, dice.
A Beto también le cambió la vida. De los barcos a remo y vela a las lanchas con motores. De mojarse toda la ropa a tener trajes especiales. De acampar por meses para después recorrer otras costas pasó a solidificarse en Garzón. De nuevo, como gran parte de la pequeña urbanización de ese lugar, de un lado de la ruta está el Atlántico, del otro, la laguna y en el medio hay una seguidilla de ranchos de pescadores. El de Beto es uno de madera pintado de verde, con techo blanco en dos aguas y unas hortensias llenas de vida justo al lado de la puerta roja. “Del piso de arena pasamos al de portland”, agrega.
“Rancho rancho hace 47 años que tenemos, y que vivimos hace 30. Antes recorríamos otros lugares como Valizas, José Ignacio, Laguna de Rocha. Cuando se terminaba la zafra nos íbamos”, prosigue. Ahora la zona de Garzón tiene su propio movimiento. Pequeño, pero constante. “Y un poco más de pescado se vende”, dice, pero lamenta que después del puente, con la iluminación externa del macizo de concreto, ha decaído la cantidad de peces que llegan a la laguna: “Acá hay pejerrey, lenguado y lisa. Algunos años ha habido corvina negra, bagre, pero no es una cosa que tenga mucho andamiento eso. Las luces del puente no dejan entrar peces. Hemos pedido que apaguen las luces de afuera, que no lo alumbran en sí. Y que solo queden las que alumbran para dentro del puente”. Todavía no han tenido suerte.
Los pescadores son también los lugareños que mejor conocen la zona con sus recovecos y eso los convierte en guías excepcionales. Pablo Sosa, uno de los emprendedores de la zona y copropietario del hotel flotante Laguna Garzón Lodge (ver recuadro) tiene un acuerdo con ellos y a cada huésped le recomiendan recorrer la laguna o salir a pescar con los pescadores. Lo que más gusta son los paseos de avistamiento de aves: “Vamos a la laguna Anastasio, al arroyo Garzón, a La Cruz. A la gente que le gusta fotografiar animales le sirve porque ven tanto garza rosada como cigüeña, margullón, gallineta. Entonces los llevamos despacito y van fotografiando. Los paseos son de dos horas. Nos preguntan de animales, cómo es el campo. Los llevamos cerca de la costa y ven ñandú y, si hay, algún guazuvirá. Siempre despacito”.
Caminar por senderos, mirar la vía láctea en un cielo claro, andar en bici, salir a fotografiar o repetir los caminos bajo la luna llena con guías del lugar. Practicar yoga o pasear en bote. Parar a la sombra de un árbol o chapucear en el agua dulce o salada para refrescarse.
Degustar la pesca del día en paradores como La Caracola o La Balsa o directamente con los pescadores. O, si se quiere, aventurarse en deportes acuáticos. Descansar. Como dice Martín Lavecchia, estar ahí, entre el monte y el agua de la Laguna Garzón, “es como meditar”.